martes, 31 de enero de 2023

Fumar a escondidas perjudica la salud









En el internado no había mucho que hacer. Esto era un peligro para una chica tan inquieta como Marian, siempre en busca de nuevas emociones y una capacidad para aburrirse fuera de lo común. 

Acababa de empezar el tercer trimestre de su primer año como interna y durante este tiempo había tenido varios altercados con otras chicas del instituto y traía de cabeza a todos los profesores, excepto a uno, que pese a ser un tipo estricto y chapado a la antigua, había conectado con la joven y ella, más o menos, se comportaba en su presencia. No era una cuestión de miedo o de especial respeto, simplemente había algo en él que hacía que a Marian le cayese bien.

Había terminado la clase de educación física y era uno de esos días de finales de abril en los que el sol empieza a calentar. Pese a que ya utilizaban la ropa deportiva de verano, con su pantalón corto y su camiseta sin mangas, la primavera empezaba a pasar factura y el calor incipiente había hecho que las mejillas de Marian cogieran un tono rosado por el ejercicio, y su ligera ropa se le pegaba al cuerpo por el sudor.

Subió a su habitación para cambiarse antes de bajar a comer y se alegró de que su compañera Carlota ya hubiera bajado, no la soportaba e intentaba cruzarse con ella lo menos posible. Era una niña pija de familia adinerada. Aunque Marian en el fondo también lo era, su padre era un gran empresario del calzado y nunca la había faltado de nada, ella se veía distinta. Ella era rebelde, auténtica. Una chica de barrio que estaba en el sitio equivocado. 

Antes de que la metiesen en el internado frecuentaba compañías poco recomendables y se metió en varios líos. Como cuando se montó con Carlos en aquella moto robada, sin casco, por supuesto. Aquella noche, cuando su padre abrió la puerta de casa y se encontró a una pareja de la Policía Nacional que traía a su hija agarrada del brazo, fue la gota que colmó el vaso. Esa noche su pasaporte hacia el internado quedo sellado. Se acordaba tanto de Carlos...

Mientras apuraba el cigarrillo que fumaba sentada en alfeizar del gran ventanal, un ruido en el pasillo la hizo emerger súbitamente de sus recuerdos y su reloj Casio la devolvió a la realidad. Hacía cinco minutos que tenía que estar en el comedor y ni siquiera se había cambiado de ropa todavía. Tiró el pitillo al jardín y se abrió la puerta de la habitación, mientras ella cerraba la ventana a toda prisa e intentaba disipar el humo como podía. Al ver a don Jaime, su profesor "favorito", entrar en la habitación, quedó sorprendida. Él no suele encargarse de subir a los dormitorios a buscar a alumnas rezagadas.

-¿Qué hace aquí todavía, señorita Marian? Hace diez minutos que debería estar en el comedor. 

-Lo siento, don Jaime, me encontré algo mareada después de la clase de gimnasia y necesitaba que me diese un poco el aire. Enseguida bajo, voy a cambiarme. 

Mientras abría las puertas del armario y buscaba compulsivamente algo de ropa que ponerse, sintió la mano de don Jaime que la agarraba del brazo. 

-Con las prisas ha olvidado usted algo. 

Antes de darse la vuelta, Marian ya sabía de lo que hablaba. 

Al girarse, su rostro palideció como una señal que confirmaba sus temores. Los ojos acusadores de don Jaime asomaban por encima de sus gafas, mientras sostenía en su mano el paquete de Lucky Strike. 

-Sabe usted que está terminantemente prohíbido fumar dentro del centro, más aún en las habitaciones. 

-Yo... 

-Silencio -la interrumpió bruscamente el profesor-.

Algo se revolvió dentro de Marian. Ante cualquier otra persona, profesores incluídos, no se habría dejado intimidar, habría respondido, habría sido incluso grosera, hiriente, y ese fue su primer impulso. Pero sin saber bien por qué, se contuvo. No fue miedo sino esa especie de influjo que don Jaime ejercía sobre ella. Había algo en su forma de moverse, de hablar e incluso de vestirse, que hacía que Marian cooperase casi de buena gana. Casi. 

Pero lo que el profesor la ordenó después de mandarla callar la dejó petrificada. "¿De verdad me acaba de pedir que me baje los pantalones?", "¿qué coño le pasa, se ha vuelto loco?". 

-No pienso bajarme los pantalones. No se le ocurra acercarse a mí. 

Don Jaime se quitó las gafas lentamente y las dejó sobre el escritorio. Mientras se desabrochaba el cinturón, dio dos pasos hacia Marian y la susurro al oído, subrayando cada palabra:

-Bájate los pantalones y túmbate boca abajo sobre la cama. No te lo repetiré más. 

La suave pero autoritaria voz de aquel hombre penetró en la mente de Marian y tuvo el mismo efecto que si apretase un interruptor; la joven obedeció e hizo lo que su profesor le ordenaba. 

El primer correazo mordió la piel de la muchacha. Sintió un breve pero intenso quemazón. Instintivamente se giró hacia su castigador y vio a un hombre completamente determinado a hacerla aprender una lección. Sintió hacia él una especie de agradecimiento. De repente sintió como que necesitaba aquello. 

Después de ese primer correazo, don Jaime siguió castigando el culo de su alumna. El cinturón impactaba sobre el culo cubierto parcialmente por unas pequeñas y finas  braguitas blancas que no ofrecían prácticamente ninguna protección a la joven.

Con cada azote, el cuerpo de Marian daba un respingo. Después de una docena de correazos empezaba a dolerle de verdad. Sudaba. 

Don Jaime se remangó. Puso su mano izquierda sobre la espalda baja de Marian para que no se moviese y la dio una rápida serie de golpes con el cinto que la hicieron gritar por primera vez. Cuando terminaron los correazos jadeaba como si acabase de correr una maratón. Su cuerpo estaba tenso como las cuerdas de una guitarra. 

-Levántese, señorita -dijo don Jaime mientras volvía a ponerse el cinturón-. 

A Marian le ardía el culo. Tenía ganas de llorar pero no de dolor, ni de vergüenza. Tenía ganas de abrazar a su profesor pero también se contuvo. Lo que no tenía era la menor idea de por qué sentía esas cosas. Profesor y alumna se miraban fijamente, como queriendo leerse la mente. 

Sin dejar de mirarla, don Jaime señaló el cepillo del pelo que había sobre la mesilla de noche y la ordenó que se lo trajese. Ella, ruborizada, siguió con los ojos clavados en los de él durante unos segundos y obedeció. El profesor se sentó en la cama y la bajó las bragas hasta los tobillos. En ese momento los enormes ojos azules de la joven se llenaron de lágrimas, le entregó el cepillo a su profesor y se tumbó sobre sus rodillas. 

¡PLAS!, primer azote. ¡PLAS!, segundo. ¡PLAS!, tercero... Durante los primeros dos o tres minutos, los azotes fueron espaciados unos de otros en intervalos de unos pocos segundos. Marian ya había roto a llorar pero lo hacía en silencio mientras aceptaba su castigo con una resignación nunca vista en ella. La dolía el culo pero podía aguantarlo. 

De repente don Jaime se detuvo. 

-Marian, desde que ingresaste en el internado vi en ti algo especial. Siempre supe que no eras como tus compañeras. Tienes un fuego dentro de ti que, si lo controlas, te empujará a hacer cosas maravillosas en la vida. Pero si no lo dominas te quemarás en él. Tienes que aprender a enfocar correctamente esa llama y, de momento, solo hay una forma de que aprendas a hacerlo. Prepárate...

Don Jaime sujetó con firmeza a Marian por la cintura. La joven adivinó lo que se le venía encima y cada musculo de su cuerpo se puso en tensión en un acto reflejo. Agarró la pernera del pantalón del profesor y se preparó... 

Una lluvia de azotes fuertes y secos empezó a caer sobre el culo desnudo de la muchacha que se retorcía y pataleaba. La que fue piel suave y ligeramente bronceada de su trasero antes de empezar la azotaina, se iba tornando de un rojo intenso que empezaba a volverse granate en algunas zonas. 

Los azotes no cesaban y la pobre Marian se agitaba como un caballo salvaje en mitad de esa vorágine de azotes violentos que imactaban uno tras otro, a toda velocidad sobre su maltrecho culo. 

Aquel llanto silencioso de hacía unos minutos se había convertido en una sucesión de gritos desesperados de dolor e impotencia. Marian moqueaba y babeaba. Lloraba y se retorcía, sin ser consciente de nada más que del estruendo del cepillo contra sus nalgas que la estaba martirizado. 

Por fin, la tormenta cesó. 

Agarrándola del brazo, el profesor la ayudó a ponerse de pie mientras la joven sollozaba sin poder controlarse. Las lágrimas surcaban sus mejillas coloradas, como afluentes de ríos desbordados. Algunos mechones de pelo rubio se le habían escapado de la coleta y se le pegaban a la cara en esa mezcla de sudor, lágrimas y mocos que ensuciaban su aniñado rostro. 

Don Jaime levantó su barbilla con el dedo índice para encontrarse con sus ojos empapados y enrojecidos. En cuanto sus miradas se cruzaron, la muchacha se abalanzó sobre el profesor, abrazándole con  todas sus fuerzas, enterrando la cara contra su pecho y de nuevo rompió a llorar, mientras inconscientemente musitó, casi inaudible:

-Gracias, "papá". 


FIN











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