domingo, 10 de marzo de 2024

Lluvia de verano







El calor del verano temprano hacía que todo pareciese suceder a cámara lenta. Bajo el movimiento ondulante y perezoso del ventilador del techo, los muebles de la sala de estar adquirían un aspecto onírico, borroso.

Mientras hacía zapping en la televisión, escuchaba a Lorena trastear en la cocina. El tintineo del hielo cayendo en un vaso de cristal y el burbujeo de la Coca Coca chocando contra las paredes del recipiente me hacían visualizar la escena con cierta envidia. Mi espalda se pegaba al respaldo de un sofá de cuero entre cómodo y hostil.

El estallido agudo seguido del susurro metálico de los cristales rodando por el suelo me sacaron de mi sopor. 

-—¿En serio, Lore? —la grité desde el cuarto de estar—. Recógelo todo bien y ten cuidado no te vayas a cortar.

—¡Sí, no te preocupes! Me estoy volviendo una experta en barrer cristales rotos, jijiji...

Me molestó un poco la risilla que dejó salir (tal vez con toda la intención) ya que era el segundo vaso que rompía en lo que llevábamos de fin de semana. Lorena es una chica adorablemente despistada pero una cosa es la torpeza intrínseca y otra es no poner atención deliberádamente, y encima reírte la gracia a ti misma.

Estaba reflexionando sobre tan vitales cuestiones cuando llegó a mis oídos un explícito y rotundo "¡mierda!".

No me quedó más remedio que levantarme pese a las reticencias de mi sofá que se empeñaba en retenerme tirando de la piel de mi espalda por medio de su pegajoso tejido.

Me quedé apoyado en el marco de la puerta, en silencio, presenciando el espectáculo, mientras Lorena se esforzaba, sin mucho acierto, por contener el agua que se derramaba en abundancia desde el borde de la encimera hasta el suelo parcialmente encharcado.

Cuando se percató de mi presencia cruzó sus manos tras la espalda, ladeó la cabeza y me dedicó una de sus encantadoras sonrisas inocentes, carentes de toda inocencia, y un "¡hola!" que me hizo desear abrazarla y matarla a la vez.

—¿Se puede saber qué ha pasado aquí?

—He tenido un problemilla con el grifo de la pila mientras recogía los trozos de vaso y se me ha desbordado un pelín... pero ya está controlado, ¿ves? 

Terminó la frase con otra de sus sonrisillas tiernas a la par que burlonas. Tenía la camiseta de tirantes negra de andar por casa empapada, y sus pies descalzos chapoteaban en el charco de agua que se había formado, rodeados de cristales que flotaban a su alrededor y rozaban sus talones como pequeños icebergs cortantes.

—¿Qué tal si cierras el grifo, Lore?

—Ah, pues también... jijiji.

—Veo que te hace gracia el desastre que acabas de liar. Además, podías haberte cortado.

Ambos sabíamos desde ese último "jijiji" como terminaría la situación. Es más, ella lo sabía desde su primera diabólica sonrisa que acompañó a aquel "hola". Esa sonrisita fue el verdadero desencadenante de la azotaina que estaba a punto de recibir. Dios, como adoro esa sonrisa.

—Ven aquí. 

Exentdí mi mano hacía ella para que pudiera salir del charco sin cortarse con los cristales. Vaciló unos instantes, se cruzó de brazos e hizo una especie de puchero con el labio inferior pero aceptó mi ofrecimiento. Cogí la cuchara de madera y la llevé de la mano al cuarto de estar.

Sentado en el caluroso sofá de cuero, la hice un gesto para que se tumbase sobre mis rodillas. Ella me miraba de pie, enfurruñada y, de nuevo, cruzada de brazos. Dudó un momento; levanté una ceja y, tras dar un par de pisotones de resignada frustración contra el suelo, obedeció y se tumbó encima de mis piernas.

Noté como se acomodaba en mi regazo. Levantó sensiblemente el culo y separó un poco las piernas. No tuve que decirla que lo hiciese. De hecho no tenía intención de decírselo. No había ninguna duda de que aquella sonrisa estaba pensada con este fin.

La bajé hasta las rodillas el pantalón corto del pijama. Acaricié sus nalgas, ligeramente más pálidas que el resto de su piel bronceada por las tardes estivales de sol y piscina. Sentí como se aceleraba su respiración. 

Los primeros azotes parecieron servirla para acomodarse a la situación. Durante esa primera tanda con mi mano, soltó algunos débiles gemidos. Apenas se movió, más allá de alguna elevación puntual de la cadera, apenas perceptible, cuando subía la intensidad. Lejos de huir del castigo, lo buscaba.

Tras unas breves caricias en el trasero que apenas empezaba a coger color, y un par de reproches a cuenta del estropicio y su indolencia ante el mismo, reanudé la azotaina. Ella seguía respondiendo con leves murmullos ininteligibles.

Aceleré el ritmo y aumenté la intensidad. Mi mano empezaba a marcarse cada vez con más claridad en sus nalgas y Lore comenzó a moverse de lado a lado. Los azotes empezaban a picarle y los gemidos, se hicieron más frecuentes. El minúsculo pantalón amarillo del pijama resbaló hasta sus tobillos y de ahí hasta el suelo.

—Jo, papi... —la escuché decir con la voz amortiguada por un cojín del sofá—.

Aquellas dos palabras, más que una protesta, fueron un anhelo camuflado de queja para que aumentase la intensidad del castigo, algo que iba a hacer de todas formas.

Y así fue. Los azotes empezaron a ser realmente fuertes. Sentía un hormigueo generalizado en la palma de mi mano y el culo de Lorena ardía como la frente de alguien con cuarenta de fiebre.

Su cuerpo se retorcía y tuve que sujetarla con fuerza por la cintura para que no escapase del castigo que empezaba a odiar pero también a desear con más vehemencia. 

Ante la imposibilidad de seguir con su febril contoneo, intentó taparse con el dorso de la mano.

—Mala idea, Lorena. No has debido hacer eso. 

Sujeté su mano tras la espalda y cargué parte de mi cuerpo sobre el suyo para inmovilizarla por completo. Una vez bien amarrada descargué una fuerte y rápida tanda que la hizo gritar abiertamente y patalear con desesperación. 

Su cuerpo de había ido resbalando de cintura para abajo en dirección al suelo. La cogí por los muslos y la volví a colocar sobre mis rodillas en posición completamente horizontal.

Volví a sentir como se acomodaba, esta vez con ansia, como si quisiera fundirse con mi regazo. Jadeaba. Empecé a acariciarle los cachetes, completamente enrojecidos. Levantaba el culo, ya sin ningún disimulo y movía la cadera de un lado a otro. 

"¡PLAS!". —Levántate. —La dije después de aplicarle una sonora palmada en el trasero que sonó como un pistoletazo de salida—. Ponte de rodillas en el sofá e inclinate sobre el respaldo. No hemos terminado todavía. 

—Pero papi... ya me has castigado y me duele mucho el culito... ¿Por qué no me perdonas?

Otra vez el puchero. Me miraba con la cabeza ligeramente agachada y sus enormes ojos color avellana brillaban como los de los dibujos Manga japoneses. 

Empujé su barbilla hacia arriba con mi dedo índice y la miré fijamente sin decir palabra. Nuevamente me atacó con su sonrisa. Pero esta vez era una sonrisa diferente. Era una sonrisa de complicidad. Una sonrisa fugaz que contradecía sus palabras y que expresaba deseo.

—No me hagas repetírtelo, pequeñaja.

Obedeció y se puso en posición separando las piernas por iniciativa propia. Acaricié sus nalgas con el dorso de madera de la cuchara. Le di un par de golpecitos suaves en cada cachete, a modo de calentamiento. La vibración hizo que un hilito brillante se descolgase lentamente de su entrepierna y quedase suspendido a pocos centímetros de su vagina. 

"¡PLAS!"; con el primer azote dio un respingo. Pareció cogerla por sorpresa. "¡PLAS!"; el segundo la hizo encogerse un poco e inclinarse hacía el lado izquierdo, como buscando el contacto contra mí a modo de consuelo.

Pronto los azotes espaciados entre sí dieron lugar a un ritmo más constante. Los golpes eran cada vez más fuertes y seguidos. Cada vez que la cuchara impactaba en el culo, la zona adquiría un tono blanquecino por unos instantes para convertirse enseguida en un rojo brillante.

Lorena estaba al límite. Subrayaba cada azote recibido con un gritito ahogado. Hizo varios amagos de taparse el culo con su mano derecha pero desistió de ello. Sabiamente.

El hilito brillante y viscoso que colgaba de su humedo sexo, seguía descendiendo y balanceándose. Ya solo le separaban un par de centímetros del sofá.

Paré de azotarla y ella se destensó visiblemente. La agarré del pelo y tiré levemente hacía atras para encontrarme con su mirada. Tenía los ojos llorosos pero no derramó una lágrima. La boca entreabierta... la besé. Fue un beso húmedo y salvaje, especialmente por su parte. Parecía querer devorarme. 

Volví a colocarme tras ella y vi que el hilo de flujo había desaparecido, sin embargo había tres gotitas sobre la tapicería de cuero del sofá.

Acaricié con la cuchara su dolorido trasero y volvió a tensar cada musculo de su cuerpo. Sabía perfectamente que el castigo se terminaba pero que el final iba a ser difícil. 

La última descarga fue corta, unos diez o doce azotes, pero fueron los más duros. Lorena soltó varios gritos ahogados y terminó derrumbándose sobre su costado izquierdo sin apartar del todo las manos del respaldo del sofá. Enseguida volvió a la posición requerida.

Solté la cuchara de madera sobre la mesita y me acerqué lentamente. Le ardía el culo. Le palpitaba el coño. Estaba empapada.

Acaricié su enrojecido trasero con la llema de mis dedos dejando un surco blanco que enseguida se volvió a tornar rojo. Lorena temblaba. El corazón, se le salía del pecho. 

Recorrí sus nalgas con mis uñas, dibujando círculos y en ese momento, mientras Lore se estremecía y gemía sin consuelo, escuché el ruido de la lluvia golpeando sobre el toldo de la terraza. Una de esas tormentas veraniegas que apenas duran unos minutos.

No, no era eso. Mi pequeñaja había explotado en un orgasmo tan intenso que había descargado sobre el cuero negro del sofá toda la excitación que había ido acumulando desde que se le metió en su preciosa cabecita, que hoy le tocaba cobrar.

Lore cayó desfallecida en el sofá, hecha un ovillo. Aún temblaba. Estaba dolorida y satisfecha. Me miró sonriendo complacida, con los ojos llorosos. La besé en la frente y la dije:

—Ahora Levántate y limpia todo el estropicio.


FIN.








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