Clara llevaba semanas sintiendo una opresión en el pecho, un nudo que parecía haber atado cada emoción dentro de ella. Se lo confesó a su mejor amigo, Diego, una noche fría mientras caminaban por el parque. Bajo las farolas que proyectaban sombras alargadas sobre la acera, ella bajó la mirada y habló en voz baja, como si le costara reconocerlo en voz alta.
—Diego, necesito tu ayuda —dijo, su voz temblando ligeramente—. Tengo un bloqueo emocional desde hace mucho tiempo. Siento la necesidad de llorar, de soltarlo todo, pero... no puedo. Es como si algo dentro de mí se hubiera roto y ya no supiera cómo soltar las lágrimas.
Diego la miró, preocupado. Era la primera vez que la veía así de vulnerable. Sabía que Clara siempre había sido fuerte, la persona a la que todos acudían cuando necesitaban apoyo. Pero ahora, ella se mostraba frágil frente a él.
—¿Cómo crees que puedo ayudarte? —preguntó, tratando de entender a dónde quería llegar.
Clara tragó saliva, le costaba pronunciar las siguientes palabras. Sabía que era un pedido extraño, pero sentía que no tenía otra opción.
—Sé que practicas el spanking... Lo sé desde hace tiempo, y he estado pensando que tal vez, si recibiera una... una sesión, como un favor, podría ayudarme a romper este bloqueo. Quizá el dolor físico me ayude a soltar todo lo que llevo dentro.
Diego se sorprendió. No era algo que esperase de Clara. Al principio, la idea le incomodó. Se preocupaba de cruzar líneas que no debían ser cruzadas, de arriesgar su amistad. Pero al ver la mirada suplicante de Clara, sintió que no podía dejarla sola con ese dolor que la atormentaba.
—Clara, no estoy seguro de esto... —dudó—. No quiero que te arrepientas después, ni que afecte lo que tenemos.
—Por favor, Diego. Confío en ti. Solo... necesito salir de esto —insistió, con una mezcla de urgencia y esperanza en los ojos.
Después de una larga pausa, Diego asintió con un leve suspiro. Decidieron verse al día siguiente en casa de Clara. Ninguno de los dos sabía realmente qué esperar, pero ambos comprendían la importancia del momento.
Cuando Diego llegó a la casa de Clara, ella lo recibió con una sonrisa nerviosa. Habían preparado una habitación pequeña, alejada de todo, donde nadie los molestaría. Diego se sentó en la cama y le hizo un gesto a clara para que se sentará junto a él. La miró a los ojos en silencio durante unos segundos, como buscando en su mirada un atisbo de duda que le sirviera como excusa para decirla que no era buena idea. Al no encontrarlo, levantó con decisión el camisón corto de verano que vestía Clara y se lo sacó por los hombros. Le sorprendió comprobar que no llevaba ropa interior. Clara quedó completamente desnuda ante sus ojos.
—Túmbate sobre mis rodillas. ¿Estás segura de esto? —preguntó Diego por última vez.
—Sí, lo estoy —respondió ella, despues de un hondo suspiro.
Diego comenzó, aplicandola azotes firmes pero controlados. El primer golpe hizo que Clara se sobresáltase. Sin embargo, lo esperaba.
Poco a poco Diego intensificó los azotes. Clara cerró los ojos, sintiendo el calor que crecía en su piel, el dolor que parecía propagarse como una corriente a través de su cuerpo. Pero no era solo dolor físico; algo en su interior empezaba a crujir, como si la fortaleza que había construido durante años finalmente se estuviera quebrando. Cada impacto en su redondo y hermoso trasero arrancaba un débil gemido de sus labios.
Diego miraba la generosa melena negra de Clara acariciar su espalda, al tiempo que sus músculos se contraian y relajaban ritmicamente.
Apenas tuvo que alargar el brazo para alcanzar el cepillo del pelo que descansaba sobre la mesilla. El primer impacto retumbó en toda la habitación e hizo que Clara enterrase la cabeza entre las sábanas. Con el segundo se agarró con fuerza a las sábanas y el tercero la hizo dar un grito ahogado. Después vino una ráfaga de azotes rápidos y contundentes que la hicieron retorcerse sobre las piernas de Diego.
De repente, una lágrima solitaria resbaló por su mejilla, seguida de otra, y luego de muchas más. Sin poder contenerse, Clara rompió a llorar de manera incontrolable, sus sollozos llenaban la habitación. Diego continuó azotando con fuerza las enrojecidos nalgas de su amiga. El cepillo estaba expulsando de Clara toda la ponzoña emocional acumulada. Lloraba cómo una niña pequeña. Moqueando. Con ese llanto que a veces se entrecorta para coger aire.
Diego retiró el cabello de clara tras su oreja para poder verla la cara. Su amiga tenía los ojos inhundados bajo un mar de lágrimas. Eran más verdes que nunca. Clara pestañeó en ese momento y de sus ojos cayeron dos chorretones que se deslizaron por sus mejillas y se precipitaron sobre las sábanas, haciendo más ancha la oscura mancha que las empapaba.
Diego le dio los últimos tres azotes mientras se miraban. Clara los encajó sin apartar la mirada de su amigo, excepto en el instante en el que el cepillo chocaba contra su culo. Ahí no podía evitar cerrar los ojos, bajar la cabeza y quejarse como una chiquilla desconsolada.
Diego volvió a dejar el cepillo sobre la mesilla e inmediatamente Clara se levantó y se sentó sobre las rodillas del que a partir de ese momento sería su Spanker. Se fundieron en un abrazo dulce y eterno. Clara no podía parar de llorar. Notaba como cada lágrima derramada aliviaba su corazón, pese a que tenía el culo ardiendo.
Ambos se ma tuvieron en silencio por un largo rato, sin necesidad de palabras. Para Clara, el llanto había sido una liberación. Cuando cesaron los sollozos, y manteniendo el rostro enterrado en el pecho de Diego, le susurró:
—Gracias, Diego. No sabes cuánto necesitaba esto.
FIN.
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