Este es el primer relato de lo que será una serie de varios, encuadrados en la Residencia Universitaria Santa Justa. Un centro de internamiento para chicas de entre 19 y 23 años, en el que estudiarán, se relacionarán y convivirán.
Habrá personajes recurrentes como los que protagonizan este primer relato, Diego Díez e Isabel Díez.
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LA HIJA DEL DIRECTOR
—¡Adelante, ya puedes venir!
Diego entró en el salón enmoquetado y se sentó en una esquina del puf que complementa el enorme sofá tipo cheslong. No recibió respuesta pero sabía perfectamente que su mensaje había sido recibido.
Efectivamente, pocos segundos después apareció la pequeña Isabel, completamente desnuda, sosteniendo una paleta de madera que había traído de la cocina. Se la entregó a Diego.
—Supongo que es una broma. Te dije la cuchara de madera. Esta paleta es mucho más endeble y ligera. Sabes perfectamente a la cuchara a la que me refiero. Pon esto en su sitio y tra la cuchara.
—Sí, papá —Isabel desapareció del salón con celeridad y la cabeza agachada. Enseguida regresó con la maciza y barnizada cuchara de madera. Una cuchara que nunca se utilizaba para cocinar y que tenía grabadas dos bonitas rosas rojas en su cuenco. Se la entregó a su padre sin levantar la vista del suelo.
—Eso está mejor. —El señor Díez se dio una palmada en su rodilla izquierda—. Túmbate aquí.
Isabel se tumbo sobre la pierna de su padre sin dudar. Sabía que era mejor obedecer a la primera. Pese a ello tenía miedo. Sintió en la parte interior de sus muslos el tacto de la tela vaquera de los pantalones. Después fue Diego el que percibió el calor desprendido por el sexo lampiño de su hija al posarse sobre su pantalón.
Sin mediar una palabra, mientras apoyaba su mano izquierda en el muslo de la joven, empezó a azotar con velocidad el trasero desnudo de Isabel. De inmediato ella empezó a emitir agudos quejidos. Desde el primer golpe.
Descargaba varios azotes seguidos y rápidos en la nalga izquierda y, sin solución de continuidad, pasaba a la nalga derecha.
Los quejidos de la pequeña Isabel eran cada vez más agudos y no podía evitar levantar espasmodicamente su pierna izquierda cada vez que la cuchara trabajaba sobre esa nalga.
—No recuerdo haberte dado permiso para que seas tú quien elija el instrumento con el que voy a castigarte. Si digo trae la cuchara, es la cuchara. Sabes muy bien a cual me refería.
—Perdona, papá, ¡snif! —Dijo con la voz entrecortada y sollozante.
Isabel empezaba a agitarse de un lado a otro y las quejas y sollozos se estaban convirtiendo en gritos y súplicas:
—¡Por favor, papá, me duele!
—Aham.
El señor Díez asintió pero no bajó lo más mínimo el ritmo. Siguió azotando a la joven sin piedad.
Todo el trasero de Isabel había adquirido un tono rosa intenso, que contrastaba con el excepcionalmente pálido tono de piel que posee la chiquilla.
El dolor se hacía insoportable y rompió en llanto mientras gritaba de forma desgarradora:
—¡Perdona, por favor, papiii!, ¡de verdad que lo siento!
De nada servía. Su padre era realmente severo y si tenía que aplicar un castigo lo aplicaba hasta el final. Lo hacía con su hija exactamente igual que con cualquiera de las otras chicas del internado. No habría ningún tipo de privilegio para ella por ser la hija del director.
—¡Aaaah!, ¡buaaa!, ¡mamaaa!, ¡aaargh!
No tenía ya fuerzas ni para articular palabras con sentido. Solo gritos, lloros y jadeos. Incluso, en mitad del tormento, se le escapó el llamar a su madre, a la que no veía desde hacía años, después de que esta se marchase con otro hombre y les abandonara a ambos. Tal era su desesperación.
La cuchara empezaba a dibujar círculos blanquecinos sobre el color rojo brillante en que habían tornado los doloridos glúteos de Isabel.
De repente un azote seco y mucho más fuerte que todos los precedentes hizo soltar un alarido desesperado a la pequeña. Parón. Otro azote con todas las fuerzas de Diego y el peso macizo de la cuchara golpeó la nalga izquierda de Isabel, que hizo que su pierna izquierda se moviese sin control. Otro parón.
"!!!PLAS, PLAS, PLAS, PLAS, PLAS, PLAS!!!"
—¡Auuu!, ¡aaaaah!, ¡no, por favooor!, ¡¡aaargh!!
La última media docena de azotes fueron un verdadero infierno. Diego descargó esos últimos golpes con toda la fuerza y severidad de que era capaz, tal vez picado por escuchar a su hija llamar a su madre, que tan mal se portó con ellos.
Los azotes cesaron y la joven de 19 años lloraba desconsolada, tendida aún sobre la rodilla de su padre y el puf.
—Sí tiene que volver a llamarme un profesor para decirme que mi hija, nada menos que LA HIJA del director, se ha presentado a clase sin llevar la tarea hecha, esto habrán sido solo unas simples caricias. Ahora vete a tu habitación.
Isabel obedeció sin rechistar mientras corría a toda velocidad hacia su cuarto. Llorando a lágrima viva se dejó caer en la cama, desnuda todavía, y se quedó dormida entre sollozos, abrazada a su enorme oso de peluche.
FIN
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